Eugenio de Mazenod y Enrique Tempier siguen
inspirando nuestra vida
oblata
En la historia de los Misioneros
Oblatos de María Inmaculada, las figuras del P. Francisco de Paula Enrique Tempier junto a la de San Eugenio de
Mazenod representan ese baluarte donde la vida oblata, necesita no solo de
Reglas de Vida, sino y sobretodo de personas concretas que sepan aportar a la
vida comunitaria, característica propia de nosotros los Oblatos desde los
inicios de la congregación. Hombres que han sabido apostar por dejarlo todo
para luego intentarlo todo por Cristo. Eugenio y Enrique son justamente esos
paradigmas que buscamos cuando se trata de pensar en el presente de nuestra
congregación y de cómo proyectarnos para un futuro que empieza hoy.
En una de sus cartas, Enrique
Tempier escribía: “la caridad es el perno sobre la cual rota toda nuestra
existencia”. Y es justamente desde este punto que quiero empezar a reflexionar:
¿Qué motivó a estos hombres a unir
sus corazones?
Al conmemorar 200 años de la
Fundación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, me parece que solo podemos responder
de una sola forma a esta pregunta: Lo que motivó fue y sigue siendo la vida en
Cristo y con Cristo dedicada íntegramente a los pobres.
Quiero compartir una pequeña
experiencia: Recuerdo que cuando en la Delegación OMI PERÚ el año 2008, se
decidió abrir una nueva misión en la Amazonía Peruana, fuimos dos oblatos quienes
decidimos ir a esta nueva aventura. Empezar juntos una nueva experiencia, en
una realidad distinta en muchos aspectos, realmente despertó un fuerte deseo de
vivir eso que durante los años de formación todo oblato escolástico sueña: IR A
LA MISIÓN.
Los años en el Napo fueron
decisivos para los dos. Muchas cosas nuevas aprendimos en medio de la gente con
quienes compartíamos la fe. Sobre todo con las comunidades indígenas. Lo cierto
que si hay algo totalmente necesario que tengo que decir, es que la presencia
de Edgar Nolazco en mi vida oblata fue fundamental. Pienso que logramos meternos juntos
en esta tarea. Con mucha pasión, cada uno aportaba de lo mejor para el
desarrollo de la vida pastoral y misionera. Cuando uno de nosotros nos
alejábamos por más de un mes porque visitábamos las comunidades, al retornar a
casa se sentía la alegría de volvernos a encontrar para compartir la
experiencia.
Realmente esto se dio gracias a la
apertura que supimos tener. Aprendimos a orar juntos, a celebrar juntos, a
estar juntos. La vida común, que tiene su mirada puesta en la misión, se debe
afianzar con esos pequeños detalles que muestran a un Cristo que está presente
en la vida real del cada día. Si teníamos que volver nuevamente a la misión,
teníamos que platicar mucho, orar mucho, trabajar mucho. Y esto no es fácil. Se
necesita de un ingrediente súper importante, tener claro el por qué estamos allí.
Parece simple pero es verdad: cuando nuestras motivaciones de fe y aquellas por
la misión se mantienen encendidas, la vida comunitaria junto a la vida de
oración se vuelven soportes fuertes para retomar con alegría la próxima partida
al encuentro con los demás.
Y esto es lo que pienso cuando
medito en los inicios de la primera comunidad oblata en Aix en Provence.
Eugenio y Enrique aprendieron a soñar, a orar, a dialogar, a aguantarse, a
conocerse, a poner las cimientes de lo que es hoy la vida oblata: una vida
apasionada por Cristo y por la Misión.
¿Cuál era esa visión que tenían?
Sentarse por largos momentos, días
y semanas para pensar y reflexionar bien qué es lo primero que se debe hacer
cuando se comienza algo. Cuando se da inicio a una empresa no solo se prevé,
sino que también se planea y se aprende ha organizarse. Muchos dicen esta frase popular:
“soñar no cuesta nada”, puede ser cierto, pero como me lo decía un amigo, “hay
que soñar con los pies sobre la tierra”. Y aquí está una de las claves al
inicio de una misión. No podemos pensar en el futuro de la misión si hoy no
sabemos quiénes somos, qué tenemos, pero sobretodo, dónde y con quiénes
estamos.
La obra de Dios tiene manos, pies,
corazón, hígado y rostro humanos. Es una locura mantener la idea que uno
puede permanecer solo en la misión. El pueblo necesita del testimonio comunitario de
sus misioneros. La obra de Dios, sobre todo aquella que se realiza en medio de
la gente más abandonada, la menos escuchada,
lo podemos decir en el lenguaje del Papa Francisco, la que es víctima de “la
cultura del descarte”, exige la vida en común de sus miembros, porque Dios es
verdadera Comunidad.
A propósito de las víctimas de la
cultura del descarte, es claro que Dios sigue llamando a los Oblatos a través
de estos rostros, a través de estas voces. La pobreza de las personas nos debe
poner en aprietos cuando pensemos quiénes realmente somos y qué es lo que realmente
queremos, podemos o debemos hacer.
Eugenio y Enrique supieron escuchar
esa voz de Dios que gritaba en sus corazones. La prueba está en esas fuertes palabras escritas en el Prefacio: “¿Qué
deben hacer a su vez los hombres que desean seguir las huellas de Jesucristo…?
Deben trabajar seriamente por ser santos […]. Deben renunciarse completamente a
sí mismos […]. Deben trabajar sin descanso por hacerse humildes, mansos,
obedientes, amantes de la pobreza […]”.
La visión que tenían como comunidad
al iniciar juntos esta vida oblata se plasmaba perfectamente en estas
invitaciones. Un oblato es aquel que está “convencido
de la excelencia de su ministerio a la que es llamado”. Y por aquí pasa el
tema de la visión. Eugenio y Enrique estaban convencidos de quiénes realmente
eran y qué les estaba pidiendo Dios en esta nueva forma de vivir desde la comunidad.
¿Qué riesgos estaban enfrentando?
Cuando las energías están rebosando
después de la Oblación Perpetua, uno siente que el Espíritu lo llena, lo
desafía. Sin embargo, este mismo Espíritu empuja a hacer cosas difíciles,
porque creo que Dios no se queda tranquilo sabiendo que podemos darlo todo. El
Espíritu del Señor sabe dónde va y a quienes transforma. Y aquí está el asunto:
Después de la Oblación Perpetua o de la Ordenación Sacerdotal sucede en el
corazón de un oblato un profundo deseo de ir a la Misión, y a veces, sin saber
a qué nos estamos enfrentando, qué nuevas razones para sentirme desafiado por
Dios puedo encontrar.
San Eugenio de Mazenod escribía en
el Prefacio: “Los pueblos se corrompen en
la ignorancia supina de todo lo concerniente a su salvación; y de ahí nace el
desfallecimiento de la fe, la depravación de las costumbres y todos los desórdenes
que la acompañan…”. Nosotros hoy ¿cómo podemos re-leer estas palabras?
Hoy vivimos riesgos y dificultades tan serias como
aquellas vividas hace doscientos años cuando empezó todo en esa pequeña comunidad en Aix. Hoy los riesgos son
duros. Una nueva “cultura de muerte y de violencia” quiere hacernos creer que
el miedo es una fuerza que tenemos que soportar cada día con mayor intensidad y
acostumbrarnos a vivir así. Se han presentado casos donde por el hecho de ser
cristiano puedes llegar a sentir el odio, la persecución de grupos extremistas
que crean zozobra en la vida de los pueblos.
La sociedad nos hace recordar el
anti testimonio a causa de los abusos cometidos por algunos sacerdotes y esto puede llegar a cuestionar mucho nuestros estilos de vivir la comunidad. Pero
por otro lado está también, signos grandes de fe, entrega, valentía y fortaleza
en Dios que han sabido mantener muchos misioneros delante de la gente actuando
realmente como Pastores a la manera de Jesús. Incluso, muchas veces dando la
cara por ellos, defendiéndolos en momentos que situaciones injustas ameritan
una postura clara delante de ellos. Misioneros que luchan cada día por ser
fieles al Evangelio de Jesús.
Uno de los grandes riesgos hoy es
el querer actuar solo, el sentirme cómodo en el lugar donde estoy y hacer solo
lo necesario. Quizás lo peor podría ser perder la AUDACIA que caracteriza al
oblato desde sus inicios. Cuando la alegría, el optimismo, el sueño, o en una
sola palabra las motivaciones se desvanecen, la pereza nos vence y permanecemos
temerosos, poco fraternos, nos encerramos en nuestro pequeño mundo. “No basta, con todo, que estén convencidos
de la excelencia de su ministerio a que son llamados […], para mantener la
disciplina en una sociedad es indispensable fijar ciertas normas de vida que
aseguren la unidad de espíritu y acción entre todos los miembros”, escribía
Eugenio.
En este contexto difícil, mientras
Eugenio escribía las CC y RR había detrás de él ese pequeño personaje que no
solo lo animaba, sino que le daba esa fuerza de no sentirse solo en esta nueva
empresa. Por eso creo en la fraternidad oblata, en la vida común oblata. De
sólo imaginarlo que tantas cosas le ha dicho Enrique a Eugenio para calmar ese
fuego del Espíritu que inflamaba su corazón de hombre apasionado. La audacia
jamás debe morir en el corazón de un oblato, sobre todo cuando este sabe que su
comunidad lo apoya, pero también lo corrige y lo anima a caminar juntos.
Y ¿cómo estamos entendiendo la
CARIDAD hoy?
Qué difícil responder a esta
pregunta. Pero igual, intentaré decirlo con mis palabras: La caridad es
convencerme cada día que necesito de mi hermano y que él también me necesita.
Yo no vivo solo, no dependo de mí. Si la caridad comienza en casa, entonces,
somos nosotros los primeros quienes tenemos que amarnos y querernos. La caridad
es reconocer a Dios que me habla en mi hermano.
Ahora, por estos días, tengo la
alegría de conocer a una comunidad oblata donde la mayoría de sus miembros son
hombres con 70, 80 ó 90 años de vida. Es increíble esta experiencia, compartir con
ellos unos dos meses. Escucharlos, verlos sonreír, dialogar, orar, descansar. Pero
sobre todo verlos siempre de pie, con alegría, dando pasos lentos, pero tranquilos. Sólo
el corazón humano es capaz de experimentar la MISERICORDIA de Dios. Y esto es
realmente saludable para la vida espiritual. Saber y reconocer que la
Misericordia de Dios se ha manifestado todos estos años de mil formas, y que
hoy, en la vejez, uno puede orar con gratitud cada día. Donde uno puede
contemplar a Dios mirándose a sí mismo, leyendo nuestra historia personal,
llena de tantas bendiciones, caídas y levantadas.
Si la caridad es Dios en nuestras
vidas, entonces lo dicho por Enrique Tempier tiene profundo sentido hoy: “la caridad
es el perno sobre la cual rota toda nuestra existencia”.